martes, 27 de octubre de 2009

Xabier Gantzarain



¿Es la democracia un arte público?

Una de las principales obsesiones del bienintencionado artista británico Antony Gormley es la representación de la humanidad. Lo fue en su serie titulada Field, y lo ha sido en su última propuesta de arte público: One & Other.

Durante 100 días, durante las 24 horas del día, 2400 personas han permanecido en el plinto vacío de Trafalgar Square de Londres, cada una de ellas durante una hora. Los participantes debían ser residentes en Gran Bretaña y mayores de 16 años. Con ello, el artista pretendía mostrar una representación del Reino Unido, y por ende, de toda la humanidad.

Dejando de lado el populismo y la espectacularidad de la propuesta, convertida en una especie de Gran Hermano mediante las webcams del canal Sky, esta obra de arte público plantea, aún sin pretenderlo, una cuestión básica, por urgente: ¿es la democracia un arte público?

Si todavía se pretende representar a toda la humanidad, y representarla además desde la plaza Trafalgar de Londres, como si los habitantes del planeta fuesen una suerte de ciudadanos de una nueva y total Commonwealth, parece lícito preguntarse a quién representan esos 2400 británicos subidos a un pedestal, si no es a sí mismos y a su democracia, capaz de reciclar un pilar reservado a Guillermo IV en una plataforma para arte público nacional.

Ahora bien, ¿debe el arte público seguir representando, cualquiera que sea el motivo a representar, sea Guillermo IV o sea la humanidad, sean las meninas de Velázquez o sean los abogados de Atocha?

Según Jacques Ranciere, no vivimos en una democracia, sino que vivimos mediante actos democráticos. Por lo tanto, el arte público no debe representar, sino presentar, activar un espacio sensible, activar un espacio político. Dotar de mirada y de sentido –común- un espacio común.

El arte público representativo es al arte lo que la democracia representativa es a la democracia.

Xabier Gantzarain.

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