Un álbum familiar
Yves Klein nunca aprendió a pintar. No necesitó hacerlo, la pintura le era algo innato; como él decía, “con la leche materna había mamado el gusto por la pintura”. Su padre, Fred Klein, era un pintor figurativo de la escuela del sur de Francia, y su madre, Marie Raymond, fue una de las primeras pintoras del informalismo en París. Parece pertinente, por lo tanto, organizar una exposición que muestra los trabajos de cada uno de ellos, poniéndolos en relación y buscando lazos estéticos, más allá de los específicamente familiares. Dicha exposición, titulada “Herencias” e inédita en España, se puede ver hasta el 17 de enero en la Sala Picasso del Círculo de Bellas Artes.
Desde la misma entrada, en la que se ha montado una especie de piscina rectangular recubierta de pigmento azul ultramar que Yves Klein patentó con el nombre de International Klein Blue (IKB), el profundo y brillante azul característico del artista francés atrae al visitante y cobra protagonismo frente a todas las demás obras. Una vez repuesto del primer impacto visual, una visión panorámica de la muestra proporciona al espectador la sensación de habitar un álbum familiar.
La Sala Picasso deja mucho que desear, por lo que la muestra resulta bastante irregular. No obstante, el número de obras expuestas es considerable, por lo que el espectador puede ver un extracto muy interesante de la obra de Yves Klein. Respecto a la obra de sus progenitores, mientras que la presencia de las pinturas de Fred Klein es casi anecdótica, la obra pictórica de Marie Raymond refleja el empeño y la permanente búsqueda estética de una artista implicada en las tendencias abstractas de posguerra. Aunque no se aprecie unidad en su estilo, la predominancia del color subyace en toda su obra.
Es precisamente en este punto donde se intuye una cierta relación entre la obra de Marie Raymond e Yves Klein. Cuando allá por el 1954 Yves Klein volvió de Japón, se instaló en Madrid, y fue aquí donde publicó su primer libro con planchas monócromas: Yves Peintures. Prologado por un texto mudo de Claude Pascal, se recogían planchas de diversos colores. Casualidad o no, los colores elegidos para esas planchas recuerdan a los colores utilizados por Marie Raymond en sus cuadros.
Era la primera tentativa de un artista que escapaba de todo límite para el arte, que estaba empeñado en destruir las barreras entre arte y vida, pero no como lo estuvieron los constructivistas rusos, más preocupados por los modos de producción y el diseño cotidiano. Yves Klein estaba convencido de que una percepción más espiritual del mundo convertiría la vida en arte. Por consiguiente, se comprometió plenamente con el lema que el mismo proclamó: “un mundo nuevo precisa un hombre nuevo”.
En esa búsqueda de lo espiritual, Yves Klein se centró en la pureza de la monocromía: “sentir el alma, sin explicaciones, sin palabras, y representar ese sentimiento, eso es, creo yo, lo que me ha llevado a la monocromía”. Sus primeros cuadros monocromos expuestos en esta muestra reflejan la incesante búsqueda del artista en aras de la consecución de un color adecuado a sus propósitos. Amarillos, naranjas, rojos, verdes; ninguno lo satisfacía. Hasta que descubrió el azul ultramar. Pero la elección del color no lo era todo, necesitaba que ese azul ultramar fuese luminoso y vibrante. Entró en contacto con Edouard Adam, farmacéutico y químico de París, y después de un año de investigación en el que parecía un alquimista obsesionado, desarrolló un azul intenso y brillante que lo impregna todo y da a cualquier superficie pintada una textura aterciopelada. Ese azul ultramar se convirtió en su seña de identidad, y en su pista de despegue hacia lo inmaterial. Años antes, así escribía Kandinsky en su De lo espiritual en el arte: “La tendencia del azul a la profundidad hace que precisamente en los tonos oscuros adquiera su máxima intensidad y fuerza interior. Cuanto más profundo es el azul, mayor es su poder de atracción sobre el hombre, la llamada infinita que despierta en él un deseo de pureza e inmaterialidad”.
Era un paso lógico. El interés por la monocromía azul devino en interés por la inmaterialidad y el vacío. Interés por un nuevo realismo basado en una nueva percepción. Interés, por otra parte, compartido por artistas coetáneos como Piero Manzoni que rechazaban la mercantilización del objeto artístico. Eran los primeros años 60. Las vanguardias de posguerra se dirigían hacia una conceptualización total del arte; ya no era sólo el desprecio por el arte retiniano. Era la firme convicción de la supremacía de lo espiritual, de lo inmaterial, de lo conceptual.
Ahora guardamos nuestro álbum familiar en el teléfono móvil.
Xabier Gantzarain.