domingo, 31 de enero de 2010

Victoria Civera: Madre Norte


Galería Soledad Lorenzo
Lidia Mateo Leivas


Podría decirse que la obra de Victoria Civera roza casi el simbolismo, como evocan tanto los oníricos paisajes que enmarcan figuras femeninas solitarias, como las formas circulares recurrentes, o la propia tensión de la ausencia explícita.

Sin embargo, no siempre fue así. Pese a contar desde sus comienzos con la imagen de la mujer como paradigma de su obra, la artista valenciana ha sabido evolucionar para reinventarse y ser finalmente capaz de representar toda la fuerza expresiva de la que ya gozaba desde sus inicios, aunque reduciendo ahora las formas a la mínima expresión. La artista, con el tiempo, ha pulido su propio estilo, desbastando lo accesorio y recurriendo a lo esencial. Ese punto álgido, cúlmen o cima que podríamos llamar, ese lugar que exige del artista que lo alcanza el haber dedicado forzosamente su vida al oficio (aunque no sean sólo los años los que necesariamente conduzcan a tan anhelado lugar) es, precisamente, lo que la galería Soledad Lorenzo nos presenta en su nueva exposición, Madre Norte.

El reductivismo formal, casi minimalista, concuerda con la definición que la propia autora da de su obra, a la que califica de silencio. Su simplicidad no le resta significado sino que lo potencia. Se trata de la imagen real de la mujer en la multiplicidad de su propio estereotipo, en donde Victoria, si bien extrae modelos propios de los mass media, lo hace subvirtiendo su rol y enfrentando a la mujer contra sí misma, contra su soledad, contra sus temores, contra el universo hueco que queda tras la lucha por la supervivencia. La artista parece retratar así, con tremenda sensibilidad y poética, la feminidad existente dentro de sí misma.

En la obra expuesta los círculos y los óvalos se repiten con insistencia en cada uno de sus lienzos, de forma que su representación parece estar ligada a la relación de dichas formas con la mujer. La curva, que modela el cuerpo femenino y se atribuye a sus órganos sexuales, está también emparentada con el origen y la fertilidad. Además, si el círculo representó la máxima expresión de la perfección platónica, el movimiento perfecto desde la antigüedad clásica fue a su vez el circular, cuya trayectoria guiaba el desplazamiento de los cielos y orbes celestes. De hecho, el círculo en la obra de Civera ha trascendido el lienzo ya desde los años ochenta, cuando la artista comenzó a utilizar soportes de forma circular a modo de tondos en lugar de los convencionales rectángulos.

La pintura diluida se enfrenta en el lienzo al óleo más pastoso. Unos simples trazos de lápiz delimitan una formas bien acabadas. El color blanco y el gris dominan casi todas las superficies de los cuadros que se tornan así casi monócromas. La simplicidad, tanto cromática como formal, lidera la muestra, la hace coherente y la funde en el todo representado. Así, desde los gritos sordos enfrentados de los dos retratos de la sala central situados junto al cuerpo que yace inerte, en extrema quietud y sosiego, al conjunto de círculos concéntricos custodiados por la mujer que sostiene un puñal, pasando por las siluetas femeninas cautivas en formas esféricas o en paisajes imposibles de realismo sesgado, la muestra permite que cada una de sus partes concuerde y que, aún teniendo cada una su propio sentido autónomo, el conjunto posea también un significado propio. Por otra parte, la escultura, aunque en un papel secundario, forma también parte de este juego simbólico vertebrador.

Si bien hemos hablado de una evolución formal de la artista hacia líneas más depuradas, sería injusto no hacer mención aquí al creciente tamaño en los formatos de sus obras lo que sin duda prueba que la autora se siente ahora más cómoda con su obra que abiertamente expresa sin tapujos, a lo grande. Todo ello denota, al fin y al cabo, la madurez de la persona que ha sabido encontrar no sólo aquello que quiere expresar, sino la forma específica y apropiada, es decir, ha sabido encontrar su propio lenguaje original y exclusivo, como demuestra en cada uno de sus trazos.

No deja de ser curioso el hecho de que la muestra se titule Madre Norte, al igual que un cuadro de la artista, que curiosamente se encuentra ausente en la exposición. No sé si ésta es una forma más de evidenciar explícitamente la ausencia que ya de por sí acarrea su producción, una forma de expresar aquello que, aunque no está, no por ello deja de estar presente. Y es que la obra de Victoria Civera tiene mucho que ver con el vacío y con el silencio, con la soledad y con la ausencia. Es la expresión de lo reducido, de lo mínimo, de lo callado, de lo que casi no es o está desapareciendo. Sus lienzos son como esos pensamientos fugaces que, en nuestra mente, van y vienen incesantemente, que tan pronto están como se escapan. Es falta y es hueco, es oquedad y agujero, es la huella de la ausencia de lo que fue o, quizás mejor, de lo que aún está por venir.