sábado, 14 de noviembre de 2009

El arte como «Reality-Show»

El modelo patético de reclusión para el éxito ha triunfado planetariamente. Eso nadie lo pone en duda. Si Sócrates quería -como toda la filosofía (uno de los más obstinados «ideales ascéticos»)- librarse de la cárcel que es el cuerpo, muchos de nuestros contemporáneos desean estar encerrados en donde sea (una casa cutre, una isla o una así llamada «Academia») porque gracias a eso conseguirán algo más importante que purificar su alma: lograrán la fama instantánea.

Unas podrán posar en pelotas, más pronto que tarde, en una revista del ramo; otros, si están versados en el arte del parloteo provocador, acudirán como «invitados» a norias y otros espacios de «salvamento» para confesar cosas cuanto más sórdidas mejor. La cámara virtual está en la cabeza de todo el mundo. «Antes -escribe Baudrillard- en la época del Big Brother, se habría vivido esto como control policial, mientras que hoy ya no es más que una especie de promoción publicitaria». Todo viene del ready made duchampiano, por más que nos cueste aceptarlo; aquéllos que entregan su psicodrama por televisión son los herederos del Portebouteilles, formas que aspiran a un estatuto especial de visibilidad (unos buscan el arte y otros, sencillamente, la fama). Estamos entrando en el arte actual en lo que denominaré una completa literalidad, donde todo tiene que ser mostrado. La estética de la obscenidad es el paradigma de una época narcolépsica.

El deseo de ver. Cada día se propaga más el culto al voyeurismo y la estética de la espontaneidad populista, esos retazos de vida, reducidos al ridículo. Nos rodea el deseo imperialista de verlo todo, la obligación mediática de encontrar «testimonios estremecedores», aunque propiamente tengan que crearlos. Hay una simulación constante de proximidad, es decir, hemos consumado la impostura de la inmediatez, pero acaso eso nos permite cobrar consciencia de que, finalmente, la pasión por lo Real supone una entrega a lo espectacularizado. El control ya es una forma del medio ambiente; el horizonte ha sido reemplazado por multitud de escaparates catódicos; aquél estado policial que Foucault analizara casi clínicamente ha mutado. El temor al Gran Hermano está abismado en la acumulación de infinitas secuencias, una parálisis que es consecuencia de la hiperactividad o, en realidad, resultado de un permanecer adormilado ante las pantallas escuchando todos los teléfonos, recopilando todas las huellas. Apenas existe una mínima resistencia frente a las estrategias del control generalizado y, por supuesto, la (des)información impone su ley sin ganga, ni desperdicio: todas las relaciones están hipercodificadas a través del imperialismo pretendidamente «comunicativo».

Un constante cacareo. Las programaciones televisivas, imponiendo un sistema represivo en el que el zapping carece prácticamente de sentido, clonan sus programaciones en torno a una estética de la gesticulación y de la (pseudo)transgresión. El panoptismo disciplinario ha terminado por entregarnos un raro deseo de ser vigilados, es decir, una lógica escópica (para sujetos entregados al sedentarismo domiciliario) en la que gana la alta definición de la transbanalidad. A falta de historias memorables, lo único que conviene recordar es que «esto está pasando». Da igual que un reportero esté metido en una cocina probando un arroz con bogavante o que un conductor acabe de saltar un ceda el paso y tengamos el placer de comprobar, en el control de alcoholemia (en directo, por supuesto), que tiene un pedo monumental. Lo decisivo es que nosotros estamos -gracias a todo el «buenrollismo mediático»- al otro lado de la «pantalla amiga». Cada cierto tiempo hay que reclutar a una tropa de cretinos para que la cosa siga en marcha.

Más de lo mismo. Como se advierte cierto cansancio de los realities por culpa de la sobredosis de streapers, transexuales, policías o maridos cornudos, algún ejecutivo «con ideas» ha planteado la posibilidad de hacer más de lo mismo sólo que con artistas. En realidad, todos los que frecuentan esos lodazales creen, en el fondo de su almita, que lo son. Pero ahora el asunto adquiere cierto nivel y no se pretende hacer un remake de Tú si que vales.

Charles Saatchi, un reconocido «adicto» al arte contemporáneo, ha lanzado el concurso School of Saatchi para encontrar a la nueva «estrella del arte británico»; lo bueno es que en la campaña publicitaria reconocen que no hace falta tener ninguna habilidad especial:basta con tener suficiente cara dura y estar dispuesto a ser usado como un kleenex. En realidad, el publicista, como suele ser habitual, no ha inventado nada. Su iniciativa es una copia de Art Star que se emitió desde Nueva York por el canal Films and Arts; se trataba de una competición entre ocho artistas para conseguir una exposición individual. Al frente del tinglado estaba Jeffrey Deitch, reputada salsa para todos los guisos (comisario, coleccionista, galerista...).

A lo largo ocho capítulos realizaron distintas tareas que les encomendaron: hacer una performance, exponer sus ideas, ayudar al artista Steve Powers a realizar cartelones o soportar los «consejitos» de los profesionales del sector. La primera impresión que generaba la contemplación de este reality era, lisa y llanamente, la de un aburrimiento abismal, aunque una vez superado el estadio de la fosilización mental comenzaban a percibirse singulares detalles. Resulta que la ocupación principal de los aspirantes a geniecillos del arte era perorar sin pausa sobre cuestiones pseudo-filosóficas. Aquello era una reunión tremenda de pedantes que compartían algunas divinidades, la más mentada de todas, Derrida. Si bien no tenían grandes cualidades para desplegar argumentos consistentes, no cesaban en su empeño de citar la deconstrucción o el postmodernismo sin dejar de poner cara de estar absolutamente «iniciados».

Rollo tras rollo. Pasaban -y eso era, de verdad, digno de verse- de ese estado de «tertulianismo pretencioso» a fases de febril ejecución de lo que llamaban «piezas».Por supuesto, lo que hacían no tenía nada que ver con todo el rollo que desplegaban con anterioridad.

La pose y, lo peor de todo, el servilismo abyecto eran constantes en la comuna de neófitos del «mundo del arte» americano. Bastaba que les llevaran al loft de un coleccionista para que entraran en trance. Parecía como si muchos de ellos estuvieran opositando para lameculos. Los pesimistas dirán que lo que vemos no es ni siquiera lo peor.

Nuestra cultura del karaoke, en un eterno retorno aberrante, convierte en hit aquello de «la cucaracha, la cucaracha, ya no puede caminar». Hemos sufrido una lamentable regresión infantil, semejante a la de la agonía de Hal 9000 la computadora homicida de Odisea del Espacio. Las parodias inacabables de lo que Gérard Imbert llama «postelevisión» nos introducen en un espacio turbio; como el del arte, tenemos que añadir sin pecar de apocalípticos.

Fernando Castro Flórez